jueves, 23 de marzo de 2017

El país del agua

    Los terribles acontecimientos de estos días, con lluvias torrenciales, huaicos y desbordes de muchos ríos de la costa norte y central, han colocado al Perú en el ojo de la atención internacional por los devastadores efectos que la furia de la naturaleza está ocasionando en numerosas ciudades y poblados de aquellas regiones del país. El saldo hasta el momento es desolador, con 79 muertos, cerca de cien mil damnificados, viviendas destruidas, puentes derribados, carreteras arrasadas y un clima de desesperanza e incertidumbre que las autoridades y el gobierno tratan de capear, con la valiosa ayuda de la sociedad civil que ha desplegado un desusado instinto de solidaridad hacia los hermanos en desgracia.
    Un fenómeno que los científicos peruanos han denominado “Niño Costero”, totalmente imprevisto y anómalo, es el causante de estos embates que padecemos, de alguna manera u otra, los habitantes de las regiones mencionadas. Sin embargo, sabíamos que otro fenómeno, El Niño, visitaría nuestras costas. Todo esto enmarcado, a su vez, dentro del cambio climático como signo dramático de nuestros tiempos, cuyos responsables somos lastimosamente los propios seres humanos.  
    Una malhadada circunstancia de orden meteorológico ha hecho posible, pues, esta situación de emergencia nacional, de cuasi desastre humanitario que vivimos los peruanos, potenciado dolorosamente por la negligencia y la imprevisión que caracteriza generalmente a quienes poseen las riendas de la administración del Estado. Todos los años, por estas mismas fechas, volvemos a presenciar los mismos hechos, con mayor o menor violencia, pero no somos capaces de hacer frente a una realidad que definitivamente no desconocemos ni es nueva. Se echa de menos una seria política de planificación, palabra que quizás asuste a más de un demagogo neoliberal, pero cuya carencia es precisamente lo que propicia estas destrucciones cíclicas de partes de nuestro territorio.
    La gran paradoja de todo esto es que mientras trombas de agua se abatían sobre las ciudades, las quebradas y las casas, causando inundaciones y sepultando en lodo a sectores importantes de los poblados costeros, los pobladores carecían de ella para sus necesidades mínimas, como son el aseo y la bebida. Durante varios días, por ejemplo, los habitantes de la capital padecimos el corte del servicio de agua, situación que creó más de un malestar a los millones de personas que pueblan esta inmensa urbe. Colas interminables para conseguir un poco de agua se podía observar en determinados sectores de la ciudad, gente premunida de baldes, ollas y bidones volcada a las zonas de acopio que la empresa Sedapal determinó para la ocasión. Otro grupo en los parques, a través de acueductos subterráneos, esperando obtener el vital elemento, y había quienes sencillamente se morían de sed.
    Es lo mínimo que podíamos esperar en una situación de esta naturaleza, pues mientras miles sufrían la destrucción total de sus bienes y aun de sus vidas, cómo quejarse por estas, relativamente, pequeñas molestias, cuando una tragedia mayor nos rodeaba. Una vergonzosa demostración de insensibilidad sería exigir un trato privilegiado en medio de la calamidad que podíamos observar por los medios de comunicación, y cuyas víctimas eran gente de nuestra propia provincia, y por supuesto de otras de regiones vecinas.
    La ayuda de los países hermanos ha llegado para aliviar la penuria de miles de compatriotas que viven un auténtico drama. Esa demostración de solidaridad y fraternidad latinoamericana nos da la fuerza suficiente para no desmayar en la ingente tarea que nos queda de socorrer y acudir al necesitado. Lo curioso es que, así como se recibían las toneladas de víveres, medicinas y ropa de países como Colombia, Ecuador y Chile, el cargamento enviado por Venezuela tenga que esperar el visto bueno de las autoridades. ¿Vamos a seguir haciendo politiquería en medio de la tragedia? ¿Puede estar la rivalidad política por encima de la urgencia nacional que implica vidas humanas? Tampoco dejemos que otros líderes nacionales aprovechen el momento para llevar agua a sus molinos; estamos hartos de tanta mezquindad, de tanta necedad que exhiben sin pudor ciertos personajillos de nuestra alicaída clase política.  
    Como símbolo de estos luctuosos sucesos, está allí lo acontecido con Evangelina Chamorro, una modesta mujer que fue arrastrada por la torrentera por espacio de varios kilómetros, que resistió valientemente, casi inconsciente, la embestida del lodo, los palos y demás objetos que traía consigo el deslave, aferrada a su poderoso instinto de vida, al pensamiento constante en sus hijas, a sus ganas indoblegables de luchar por ellas, de vencer a la muerte. Emergió del barro en una secuencia icónica que dio la vuelta al mundo, y que un artista colombiano ha inmortalizado en una bellísima escultura en plastilina. Su imagen, grabada en las retinas de todos quienes observamos estupefactos su triunfo frente a la muerte, su insuperable capacidad de resiliencia, es la que debe servir para que un país asuma su momento más doloroso como la oportunidad para levantarse de sus cenizas, de salir airoso de esta horrible prueba, y reconstruirse desde la unidad, desde la solidaridad, desde el sentimiento genuino de que todos los peruanos dejamos de lado pasajeras divisiones políticas e ideológicas para abocarnos al desafío mayor que nos planta el destino, cada quien desde el terreno que le corresponde.


Lima, 23 de marzo de 2017.      

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